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KONSUELO - CAPÍTULO X

KONSUELO


CAPÍTULO X



Qué importa dormir poco o no dormir cuando la vigilia trae la dicha.

Lo dicho: escribir es una gloria, lástima que después hay que llegar al lector. El reparto canuto se vuelve cada vez más laborioso. Son muchas copias a desapercibir y no hay penado que no sueñe con sorprender al padre de Konsuelo y gritarle suegrito. Menta escabulle como un tahúr, desliza, inserta, a veces en grietas tan hundidas que es una caza del tesoro descubrirlo. Tiene a favor al menos que ya no debe cuidarse de los guardias. Salvo de los idiotas, claro, -que levante la mano Calvito Unzaín-, que lo miran con ceja alzada.

A todos, a todos los ha conquistado la pelirroja. Hay que retribuir, hay que ser agradecido. Pero cómo los ha flechado a todos mi pelirroja, ¿verdad Aroma?.

En el patio, con cada capítulo una nueva postal.

Bautizar a las cosas es religión penitenciaria. La máquina del tren es La Coqueta, la compuerta chillona de la exclusa es Magaldi. Imaginería. A unos metros del portón de la escuela a una cisterna roja de aguas para incendio le han puesto Konsuelo, y en el pasatiempo animista que ha movido siempre al mundo, y más a los angustiados, le dejan algunos presos esquelas dedicadas. Hojas cuadriculadas arrancadas de la provista escolar. A la campana, como en cualquier colegio salen bulliciosos y a los empellones los escolares. Blancas palomitas. A rayas negras. Dejan en el pedestal de la cisterna su misiva con cascotito encima. Pedidos escabrosos la mayoría, morbo a medida. Alguna poesía soez, invocaciones y hasta promesas. Alguna ráfaga las revolea cada tanto por el patio. Apolo levanta de vez en cuando y lee haciendo el distraído. Unas caligrafías estrafalarias, ilegibles casi todas. Un papel verde agua le llama la atención en el remolino y lo manotea en el aire: media planilla de asistencia escolar manuscrita en el reverso. Prolija allí, rolliza e inconfundible: la cursiva de liceo de la señora maestra:

Ardo por vos, pichona.

A todos, a todos los ha cautivado…

A carne y orden.

Roban en el tornavías una de las válvulas de purga de La Coqueta. Acción directa dicen Los Notables. Atentado, la dirección. No es la primera vez. Los hacheros con el tren inmóvil ganan al menos un mes de pausa. El repuesto desde la casa Decauville de Buenos Aires o una copia bastante digna torneada en Punta Arenas. Los reubican entretanto en la cantera pero resultan tantos a picar y en un lugar tan ceñido –el playón vigilado- que el trabajo repartido se alivia cien veces a todos. Los guardias babean como mastines, más odiosos que nunca, y en castigo escatiman la leña: agua helada en los baños y los pucheros con un solo hervor. Como ganan también los canteristas, todos soportan conjurados. Menta airado, no. ¿Y los que no somos picapedreros ni leñadores? ¿Justos por pecadores? ¡Objeto! ¡La libertad de un individuo termina donde comienza la libertad de otro individuo!

¿Verdad, Aroma, verdad…?

Ese viernes después de su saga genital Konsuelo amenaza: si no aparece el repuesto, la semana que viene acá no hay copula y listo. Una Lisístrata inmaterial. Unos conceptos luego en la contratapa sobre el trabajo que enaltece y la desdicha del robo, que los asesinos aceptan haciendo trompita. Todos somos buenos gauchos pero el poncho no aparece. De una obra de Sánchez, la sentencia del poncho. Paisano escrito por urbano es muy de desarmar complot. Pobres gauchos, como que tienen pocos males. A la mañana siguiente el fogonero encuentra la válvula sobre el tablero de La Coqueta. Encuentran también muy golpeado a  un pecoso grandote al que le dicen el Diente. Incondicional de Los Notables.

Los libertarios enfurecidos se organizan para descubrir de una vez por todas al escriba fantasma, al judas. Mueven simpatizantes, disponen vigías. Con yerba, azúcar y cigarro Gavilán aceitan oídos en cada pabellón.

Hay refuerzo de vituallas esa semana para el folletinero. Agradecer es de caballeros. Dos horas de sueño. Veinticinco cuadernillos esa semana. En el vértigo de la mano la universala desata sus moños y firuletes, se compendia, se allana, se modera. Tira maquinal como una Minerva de imprenta la mano. Y reparte luego temblequeante por el desvelo.

Amaneciendo un sábado sale el autor al recreo. Aturdido. Raro. Ver cosas, le parece. Delirios de la vigilia. Que lo miran mucho, le parece ver. Que ríen a su paso. Que murmuran. Se promete esa noche dormir un poco más. En un banco de granito sucio el Petizo Orejudo manosea a un gatito de la ranchada. Le da besos y lo levanta después por la cola. Fue un chiiiiste. ¿Me da un zigarillo? Se le acerca a Menta con ojos desorbitados, gato del cogote y haciendo montoncito con la otra mano. Una lambida golosa a la punta del montoncito: -Digale, don, del petizo Godino de parte… Y hace gestos raros bombeando los dedos amontonados. –Brazo menudito tengo, dígale a la Konzuelo. Todo menudito zoy. –Otra bombeada- Ze lo meto al brazito este hasta el cooodo… Apolo se retira murmurando confundido. Ofendido. ¿Me da un zigarillo? Vejada. Vejado. ¿Por el Petizo Orejudo vejada nada menos? Desde una reja alta un silbido. Enseguida otro más. Comprende: sucedió. Ha sido descubierto.

Suegriiito…
Dame un beeeso…

No fue difícil de rastrear, le pasarán el parte esa tarde a Los Notables: bastó seguir el aroma a colonia de los cuadernillos.

Menta se escurre en tres pasos a la biblioteca y apenas ve despejada la antesala enrejada corre y se ubica de cara a los barrotes, hasta que abren y regresa a los tropezones a la celda.
Tampoco duerme esa noche pero no escribe, no podría, el pulso.
¿Cómo volver a la escuela en la mañana? ¿Al recreo? ¿Qué explicar? ¿Al imbécil de Godino le va a tener que explicar? Al repulsivo. Bracito…

No llega a sufrir demasiado la salida matinal. No alcanza a dar diez pasos por el patio que un piedrazo feroz lo tumba de espaldas. Una lasca afilada de granito acá, justo sobre la ceja. Un tajo hasta el hueso y el párpado como un telón. Del banco de piedra de Los Notables viene el piedrazo. Caen otros sin tanta puntería. Cubriéndolo y a los silbatos dos guardias se lo llevan a enfermería. Cuatro puntos. Toda la noche espantado sobre la camilla. Perdido. Está perdido. Sabe lo que le espera. Una manteada feroz en las duchas. Una revoleada de los huevos. El puazo de algún resentido. Ve amanecer haciendo fuerza para detenerlo.

A media mañana lo vienen a buscar. Unzaín le saca la cadena del tobillo y lo ayuda a pararse. La cabeza se le parte de dolor, trastabilla y Calvito lo sostiene. Un Cireneo siniestro. Camina por el pasillo como al cadalso. Pero no lo lleva al patio, no. Dos escaleras estrechas, rejas que abren y cierran y ahí está su nueva casa: una celda alta y a salvo de cualquier vecino. Ya están sus cosas allí. Como si un conserje de hotel. El pernod. La colonia. Los papeles y tinteros. Todo. La habitación tiene mesa de madera con silla. Vienesa la silla, como las usan en la administración. Y una salamandra con leña. Y ventana al norte, tiene. Una catarata de sol. No hará falta ya deambular por el patio para solearse, no necesitará recreo. Ni escuela, ni salir a repartir, alguien lo hará por él, faltaba más. Tiene todo el día ahora para escribir, no hará falta trasnochar.

En un ángulo, sobre un banco de madera una victrola y el álbum de los discos. Tres de tango, tres de jazz. Del mismo intérprete los de jazz.

Da vuelta la manivela y apoya la púa. Bailotea en trance sobre el piso de laja.

New born babe por la alegre orquesta moderna de León Kartun.

Nunca entiende porqué León Kartun.


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