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KONSUELO - CAPÍTULO VII

 Konsuelo


Capítulo VII



Escasean los insumos. Las excusiones al gallinero se vuelven una aventura: el pato lo reconoce desde lejos; ni acercarse lo deja al corral que ya arma batuque. Menta en su torpeza sedentaria trata de acorralarlo a los saltitos, embolsarlo en la chaqueta, pero el bicho furioso tira mordisco, el pico como alicate. Un pellizco amoratado en el pómulo cerca del ojo, y el copista despavorido abandona la partida. Manotea de salida un patito viccas que los guardias crían a leche para las fiestas, pero a gatas si consigue cosecharle un de par de plumines para contorno. Necesita capturar urgente al pechugón, al tordillo de alas preciosas, pero el susto ha vuelto al ave una fiera temible. A la noche en la celda recorta cada vez más la pluma que le queda, cada vez más grueso el canuto a medida que lo guillotina. Más rechoncha por el trazo la universala, y prodigios del ideograma, más rellena Konsuelo en las manos de los presos. La disfrutan jamona, cómo no, y lo comentan en recreo con regocijo. Pero Menta con las entregas sigue recortando la pluma más y más, y claro, arriba el canuto vuelve a estrecharse. La gordita adelgaza de semana en semana. Y Konsuelo, magra ahora, arrebata a los devotos de lo descarnado.

Divino vaivén.

A un paso de la frontera con Chile gendarmería captura a los evadidos y los trae de regreso. Van a calabozos de castigo y la guardia redobla el control en la prisión. Están furiosos los guardias. Y obsesionados. Hay carceleros en cada rincón y requisas a rolete. Menta resigna el acopio de tinta. La prepara ahora cada noche y disuelve de madrugada en el zambullo lo que sobra. Sufre cada amanecer esa meada sobre la mancha negra. 

De letra a letrina. 

Los atalayeros no despegan los ojos del patio. Distribuir las copias se vuelve también epopeya.

Trabaja sobre un nuevo apareo que lo acapara: el profesor Tedesco, una lumbrera, da una mañana una clase que deja ardiente a la colonia: Los peculiares encastres del apareo. Un paseo por las dieciocho formas posibles del acoplamiento animal: desde el anodino bis a bis de los humanos al retorcido, literalmente, del pato criollo, que entra en erección en medio segundo y penetra en tirabuzón. Konsuelo enardecida por las imágenes invita al erudito al rancho sagrado y en portento etológico recorren el reino animal en dieciocho estaciones. Un regreso al origen. A natura naturante. Una celebración de la criatura en medio de un concierto de berridos, rebuznos y parpeos. Cierran exhaustos el zoológico con el legendario coito mamboretá. El éxtasis más espectacular: el de la hembra que tras la cópula le devora la cabeza al macho.

Acaban. Trémulos y jadeantes. K lo va trepando extenuada y como una mantis colorina le acerca las fauces a la nuca. La boca abierta en O. El catedrático se estremece. Cierra los ojos.

Un beso sopapita en el cogote, el índice juguetón y profundo recorriendo la raya del culo, y un susurro afónico:

Agradezco Tedesco…

Apolo está orondo con el capítulo. Ansioso por sentir de nuevo el raro estado, la miserable sensación del éxito. Lo tiene listo el jueves, y a salvo en la caja fuerte tumbera, un rollito en tubo de caña colihue en discreto embute trasero. Llega el viernes, intenta el reparto pero resulta imposible, la consigna oficial es tener a los convictos siempre a la vista. No consigue desmarcarse en todo el día. Anochece y los reclusos se empiezan a preocupar por el faltazo. Como la yerba, como el tabaco, Konsuelo se ha vuelto primera necesidad. Es sexo y es rumbo. Y es somnífero además. Cómo llamar al sueño ahora sin ella: Konsuelo es su valeriana, su vasito de tinto; el sedante narcótico manual.

Prebendas de olfa, el escribiente goza permiso vespertino, para volver al aula y dejarla lista. La señora maestra no para de mostrarlo como ejemplo de superación, y de darle alicientes. Menta acepta los privilegios, los estímulos públicos al yeserito esforzado cara de boludo, que son tapadera perfecta y alejan de él toda sospecha. Aprovecha esa tarde el permiso. Sale de la celda cuando el sol ya está cayendo y marcha hacia la escuela con los cuadernillos preparados. Los últimos atareados van y vienen antes de la retreta. Va sembrando folletines al paso, disimulándolos en rincones y huecos. Alcanza a esconder tres. Va a ocultar el último y sucede. Levanta la vista y lo ve: un guardia con prismáticos desde la torre lo viene siguiendo en el escamoteo. Calvito Unzaín, el más agrio de todos. Sus miradas se cruzan. Se derrama en un segundo el pequeño imperio de tinta y semen. Un charquito. Menta aterrado regresa a la celda. Descuenta que en esa misma noche lo vendrán a buscar. Se prepara temblando. No pega un ojo. Cada ruido es la custodia que viene a retirarlo. Pero no. Tal vez el guardia había alcanzado a leer alguna de las historias, piensa, tal vez, por qué no, se había vuelto también él devoto de la comunera.

Los peculiares encastres son un suceso. Un éxito de varias temporadas. No habrá favor sexual desde ese día que no lo traiga de vuelta. Al camastro, a las duchas o al retrete: Agradezco Tedesco.

El arrebato lo pone todopoderoso. Eufórico en soledad. Sufre ahora como nunca el anonimato, el deseo penetrante de salir a gritarlo: ¡Soy yo; Konsuelo soy yo! Para qué sirve el renombre sin nombre. Para qué el lustre si te ven opaco. De qué sirve ser el autor adorado si a la píldora no te la dora nadie. Si no hay reverencia ni galardón, si no se sale a saludar como los farsantes del Politeama, con humildad de utilería, sonrisa de cartapesta y manito al corazón.

¡Turba que se masturba, Konsuelo soy yo!

En esa angustia contradictoria se le van los días, sigue publicando, sigue ganando manos fervorosas, olvida de a ratos lo de Calvito. A veces el día entero consigue olvidarlo. ¿Sucedió lo de Calvito?

Es ahí, justo ahí que aparece.

Él.

Menta lo recuerda luego como un sueño. Un déjà vu pero al revés.

Sale al recreo sanitario una mañana y lo bloquean dos guardias. Tan precisos que aterran.  Uno se lleva disimulado su zambullo al pozo y el otro lo conduce hacia adentro. Hacia lo profundo. Tres arcos de rejas sucesivos. Descienden. Sabe bien lo que le espera. No hay recreo en el que alguien no lo mente con voz temblorosa. El calabozo más osco y más oscuro, más húmedo y más estrecho. Enterrado en vida. Camina temblando. Se le aflojan las piernas un par de veces. Bajan y bajan. Hacia el centro mismo del centro de la prisión, a su matriz penal.

El pasillo se angosta. Un recodo y aparece la puerta. Alguien los aguarda tras la mirilla.

Llega desde adentro por la abertura un aroma incoherente. Estremecedor.

Colonia Lavanda La Franco Inglesa.


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