KONSUELO
Capítulo III
Insoportable. El dramaturgo es un insecto insoportable. A mí me pueden tocar cualquier cosa menos una coma, me dijo una vez un insoportable. La vocecita meliflua esa. Yo no he escrito Arnoldo dice que vengas, copista, si no Arnoldo, dice que vengas.
¿Por una coma todo? ¿Por una coma infame? ¿Por una
comita de mierda?
Treinta años de oficio me ha llevado saber dónde ponerla
a esa comita, copista.
Si hay que hacer alguna vez el monumento al fatuo
tire en yeso a un autor y allí tiene el molde. El ojo del teatro se creen y con
suerte llegan a ojete. Diarrea imparable de coloquio cocoliche y palometa
costumbrista en los calzoncillos de percal. A ojete llegan. Treinta años de
oficio, dicen. De orificio digan. Pero claro los entrevista el periódico y pronuncian
estro poético. Y numen y musa, pronuncian.
Individualistas fervientes. Hay cien en un bar y piden
cien mesas. Para escribir acabadamente centrado en mi creación, dicen, pero no,
falso, pose, ninguno se lleva con el otro, pasa. Ni para compartir un pernod
inspirador, eso pasa. Se rechazan. Imanes puestos de culo. Pero qué no puede,
claro, el vil metal: se han agrupado ahora en sociedad. Sí. Cobrar derechos
pretenden. Torcidos que los cobren, qué me dicen a mí. Retorcidos. Como sus
argumentos.
Así en discurrir avinagrado y profuso lamenta Apolo su fracaso en la dramaturgia
del fraude. Sonoro fracaso. Fracaso con pateo, con silbatina. De campanillas el
fracaso; las del juez de la causa. Mojado de sudor y apuñalado por las pulgas, se
lamenta, en una celda compartida de la cárcel de encausados. Apolo que ya no es
Apolo. Porque para la justicia Apolo es Fenix Gauna. Así nomás. Sus papeles
convencieron sin tacha a policía y juzgado. Y enfrenta shakesperiano el gran
dilema. Chata enlozada en mano: confesar su identidad y volverse el gran hazmerreír
del teatro porteño; perder el prestigio profesional y sobrellevar el escarnio público.
O aceptarse Fenix, y vivir en euforia silenciosa ese orgullo de haber creado a
pluma la más perfecta engañifa caligráfica. La que nunca descubrirá ni el más
reputado perito. Ese alumbramiento en tinta que ha engendrado.
Tres años a lo sumo le han dicho por su intento,
quizá menos. En el desvelo de esa misma madrugada toma la decisión. Pasarlos
como Gauna, de la manera más desapercibida, y regresar después sigiloso a lo
suyo, a su identidad guardada a salvo durante esos meses, como quien regresa de
un viaje por ahí.
A la semana entre rejas llega a tribunales el
prontuario del yesero. Qué resulta que lo tenía. Cinco causas por robo, tres de
ellas agravadas por violencia. Miralo vos con esa cara de estuco. Y una evasión
con uso de armas de la cárcel modelo de Coronda donde había empezado a
instruirse en el escayolado.
Menta no se entera hasta que recibe la condena. Seis
años y en Ushuaia, por evadido y reincidente. Lo acepta pálido. Y mudo. Tiene
ganas de llorar, pero Menta no llora.
El mismo honroso destino de sus ídolos insurgentes, se resigna. Y no llora.
Convicto en la ergástula del fin del mundo. Todo el
mundo dice cárcel pero Menta no: ergástula. No es solo el labio asalchichado,
no.
Lo lleva un vaporcito que hace el trayecto una vez al mes. Cinco condenados
desparramados por la bodega a oscuras, un ojo de buey muy arriba nomás. Rodando
a cada asalto de oleaje. Cada uno en su rincón. Sin verse las caras casi. Cada
tanto solamente, cuando se cruzan al retirar la comida que les bajan con una
soga. O cuando coinciden las arcadas del mareo y corren dos a vomitar al tacho que
hay allí para todo uso. Parando la oreja aprende que se llama zambullo. El
tacho. Queda una tarde entera pensando si con ese o con zeta.
Quemado con leche en esos asuntos de lo coloquial
prefiere pasar por hosco y no abre la boca en todo el viaje. De chiripa nada podía
venirle mejor. Le suma ese silencio adusto, que junto al prontuario que carga
pone enseguida alrededor unas vallas básicas de reputación recia. Desembarca en
el penal con los galones puestos, y a fuerza de mutismo torvo consigue el
respeto para sobrevivir allí. A falta de un buen texto declamado se mantiene a
flote a punta de pantomima. Taciturno y mudo, un Buster Keaton a rayas.
Para triste está la vida, dice mi madre; les ahorro acá
el cuadrito costumbrista de la penuria tumbera. Quien lo probó lo sabe como afirma
el vate, y quién no que se encierre un domingo con llave en el wáter.
En el patio del penal lagartean al sol los penados. Malhechores
ignotos y célebres criminales. Mateo Banks, el señorón Mateocho, que liquidó a su
familia completa y hasta su tango tiene. Reza y reza con un rosario de botones
desparejos el señorón. El Petizo Orejudo, estrangulador de pibes con piolín de
plomada. Un circo de cretinos. Y siempre juntos y aparte, imponentes y severos,
los ácratas egregios, el corro de la camarilla anarca con Radowitzky al frente.
Los Notables. Apenas Menta los localiza se les va acercando como sin querer.
Carita de lumpen atraído por el ideal, que eso ahí no falla nunca. Bienvenido
compañero. Se vuelve público fiel del continuado ideológico. Cátedra o arenga de
acuerdo a la hora; y según toque les hace de discípulo o de camarada. Y hasta de
feligrés, que más de una vez hay sermón anarquista también. La claque les hace,
que para algo tenía que servir lo aprendido en el teatro. Comenta las
alternativas de cada sección a gesto vivo. Cabecita así y alguna interjección cada tanto. Se cuida de
ponerle letra de nuevo al personaje, no sea qué; cabecea nomás y suelta
exclamaciones. Famoso su vehemente Ahí va,
que se vuelve ladrido distintivo. Aiva, aiva, profiere y calla. Reprime en
realidad desesperado la demanda imperiosa de alzarse que le hace su bracito, y
el afán incontenible en el paladar de arriba de lanzar una vez más al viento su
viejo grito de combate: ¡Objeto!
¡Deje de hablar de masas señor Radowitzky, que acá no
somos pasteleros! ¡El individuo, hablemos del individuo, carajo compañero! Se
muerde por no decirlo. Refutar, rebatir, impugnar, su naturaleza lo atormenta, se
le hace imposible escuchar inexpresivo, pero se aprieta el asalchichado y calla.
O larga el aiva. Los ladrones, entre los anarquistas, tienen ganada un aura
romántica, los asesinos: trágica; los estafadores ni al aura llegan, aureola
nomás; la mugre que señala como una condena el lugar donde estuvo la mancha. Pícaros
que intentan vivir sin trabajar; se les desconfía. Y él no está en condiciones
de hacer nada que lo ponga sospechoso. Se hace el boludo, se guarda el bracito
en la manga del otro bracito y se muerde la lengua. Y los sigue dos pasos atrás
en la lenta procesión. Aiva. Gira despacio por el patio la tertulia buscando
asolearse. El ponchito de los pobres, dicen. Criollismo cándido, la letra bonachona
de un estilo sureño de Gardel, pero aprende enseguida el escribiente que ojo, que
mucha mansedumbre pero ahí por un rincón soleado a resguardo del viento marino hasta
el más tolstoiano te empúa en el buche.
Cuando Menta no está los Notables malician: poco
aiva en el aire hoy, ¿no compañero?
Pero no es ese el gran desvelo del copista, no, no es
su bracito imperioso en las tardes de ronda solariega. Las manos en las noches de
abstinencia son. Ese es su martirio. La privación del trazo, del alcaloide de
su grafomanía. Es acostarse en la litera a oscuras y las manos se le inquietan.
Irreprimible. Se mueven solas. Piden pluma desesperadas. Y como aquel que se
toca en el oscuro fantaseando, muñequea Apolo sobre el colchón aplastado
sintiendo la tersura del papel; y la mano imagina a la línea. Y como la música
contenida en una batuta o la coreografía en un ritmo, a cada letra la va registrando
en el vacío el muñequeo, y una con otra a la palabra, a la frase, el párrafo...
Llena hoja a hoja su resma imaginaria. Alguna respuesta atragantada a Los
Notables casi siempre. Y ya no solo escribe y recuerda, no, relee además cada
noche al texto completo escrito ayer y anteayer que vuelve con solo dejarla a
la mano muñequear al aire. Y hasta corrige también. No tacha porque calígrafo
no tacha jamás, como no tacha el artista pintor, corrige borrando y sobre
escribiendo. Y así de ojos cerrados que leen y escriben va encimando una sobre
otra esas hojas manuscritas en la nada. Todo mental. Y muñequea. Todo a la vez
en la memoria, y muñequea. Una pila inestable de papeles junto a una ventana
abierta. Y muñequea, muñequea. Suben mucho los latidos, muñequea y derrama al
fin el tintero sobre el escritorio imaginario.
La metáfora quedó más fácil que la tabla del dos.
Hay un viento. Igual cada noche. Siempre igual. Se
desparraman las hojas por la cabeza, suspira agitado, cierra los ojos y se
duerme.
Una mañana en que ya no soporta más el arrebato se anota en la escuelita del penal. La capilla sarmientina. Va de ladroncito arrepentido que busca sentido al fin a la vida. Conmueve enseguida a la vieja maestra. Como sabe que en dramaturgia patina representa a bocca chiusa, pero sobre el papel le actúa en cambio una letra consagratoria. Humilde y hermosa sobre los renglones difusos del cuaderno de la provista. Una letra con argumento. Y con historia atrás. Esa letra de la que un grafólogo haría una vida. Los trazos perfectos de un Fenix Gauna. Y que va progresando además día a día para emoción patriótica del aula. Capolavoro. La docente adora al olfa solitario. Y el olfa disfruta su ficción caligráfica. Y mira entre tanto con avidez papel y pluma. Y cada clase antes de marchar a la salida tomando distancia, manosea disimulado los tinteros y se lleva en las yemas el manchón delicioso.
Se huele los dedos toda la tarde.
Mareado de tinta pergeña un nuevo timo. Los plumines
están numerados igual que los tinteros y se devuelven rigurosamente a la
salida, pero las hojas sueltas de papel borrador son fáciles de escamotear
entre la ropa. Fabricar tinta china es bicoca para cualquier práctico: carbón
caído de la locomotora molido a polvo, agua de pozo y por vinagre el jugo de
ese chucrut incomible que fermentan allí.
A la locomotora de los leñadores la llaman La coqueta porque se mueve a los
saltitos. Provocativa. Tanto apetito carnal entre la turba atrabiliaria. Tanto.
Lleva a los penados a un bosque cercano La
coqueta, y los trae al mediodía montados en la pila de leña. Apolo recoge
pedacitos del carbón de piedra y los lleva hasta la celda disimulados en la
boca. Y los esconde entre la lana del colchón. Estudia durante días a un pato
criollo de la granja. Lo pesquisa. Tordillo y redondo como una o. Y una tarde,
oportunista, empuñándole el pico para que no delate le expropia de un manotón sendas
remeras del ala, las plumas más largas y robustas. A tirón seco. Las puntas guillotinadas
a la noche en un rinconcito invisible del elástico de la cama, afilado a piedra
como una navaja.
En medio de una clase sobre el ángulo rectángulo oculta bajo el saco a rayas seis hojas
dobladas. Sale ansioso pensando en lo que se viene. Como el alcohólico que
compra en la mañana la botella y sabe -a la noche me la pego-, espera Menta
durante todo el día. Estilográfica, tintero y al fin las cuartillas necesarias.
Completada la divina trinidad. Apenas el resplandor de la luna se lo permite se
atraca. Como el goloso que se da la panzada nocturna. Al principio frases sin
sentido y series enteras de universalas después. Abcd, abcd… Dejando que la
cabeza repose en el trazo, dejándose ir en el renglón como el caminante en el
sendero.
Mamado ya de caligrafía redacta al fin sus objeciones.
Una larguísima tirada en letra diminuta, para que rinda el papel; respondiendo altivo
y enervado a Los Notables. Termina exhausto al amanecer. Sabe que esos papeles no
pasarían una requisa. Así como termina relee y los destruye. Sufriendo por el
esplendor derrochado. Los rasga y los amasa en el zambullo. Una masa apestosa. Cartapestosa. Y tal como al insecto dramaturgo se le ocurren
los argumentos en la bañera (cuando la usan, que no son más limpios que los
cómicos) así a Menta cartapestando le llega la iluminación. El cimiento de todo
lo extraordinario que vino después. ¿Por qué no podía ser allí? Por qué habría
que esperar. Por qué la cárcel no sería una comunidad tan buena como cualquier
otra a la que entregarle su letra. La que penetra. Si había nacido sobre algo
tan envilecido como el teatro bien podía criarse en el presidio.
Eureka.
Se vienen tiempos vibrantes. Lo huele en el aire. Vuelve
a robar papel al día siguiente. Ya sabe bien qué hará con él.
Sos enorme Kartun! Pensaba si estos textos podrian sumarse a la movida del nuevo "radioteatro breve" que vi por ahi en una de las radios. Sencillamente es un deseo mas que una opinion ya que no conozco como se manejan estas cosas.
ResponderEliminar"Si había nacido sobre algo tan envilecido como el teatro bien podía criarse en el presidio."
ResponderEliminarTremenda frase. Real aún en la ficción.
Maestro, mi Maestro, no parás de sorprenderme con tu prosa cargada de originalidad, de neologísmos, que ya son parte de tu matriz y de tu Copyrhigt. Siempre he considerado que en las historias "chicas" es en donde más se luce una gran historia. Claro que decirlo es una cosa y escribirlas es cosa para consagrados.
Me da placer recibir los capítulos de Konsuelo. Seguir el derrotero de Menta.
Aguardo ansioso el capítulo 4. Salú, Kartún!
¿Por qué escucho la cadencia de Caín?
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